
Cuando era niña me era tan fácil arrojarme a tus brazos, darte muchos besos, agarrarte de la mano y cruzar la pista; sonriente a cada instante, dormir a tu lado, en fin todo lo que uno normalmente comparte con su padre.
Han pasado los años y cada vez es más difícil darte un abrazo sin ningún motivo. Y no porque no te quiera o por algún mal recuerdo, simplemente no puedo.
Mi carácter tan frio, quizás, miedo al ridículo, quizás, sentirme torpe, creo que si, pero tu me demuestras día con día lo mejor que puedes ser. La diferencia de edad, de experiencia, de sabiduría hacen que este abismo entre los dos sea un factor determinante para esta extraña relación.
Nunca olvidaré el día en que te acercaste para hacer las pases por una tonta pelea que derrepente yo inicié; por lo absurda que suelo ser cuando quiero ganar, tus ojos se llenaron de lágrimas y me pediste perdón.
Hay una historia musulmana que dice que si cierras los ojos y piensas en la misericordia de Dios, podrás ver su rostro, yo no tuve necesidad de hacerlo, en el momento que me cogiste la mano y tus lágrimas rodaron por tus mejillas pude ver la bondad de Dios reflejada en tu rostro, creo que en ese momento fui consiente de lo afortunada que soy.
Ahora hablamos más, no nos abrazamos, ni nos damos besos cada vez que nos vemos, pero nos respetamos, eres justo, bueno y me admiras al igual que yo siento un profundo orgullo por lo amable y querendón que eres con todos, así algunos no lo merezcamos.
Quisiera poder darte todo lo que mereces, hacerte la vida más fácil puesto que ya no eres el mismo hombre del cual tengo recuerdos, de cuando yo era una niña. Ahora caminas lento, te cansas más rápido y ya no te amaneces.
Es doloroso ver esa terrible, pero eso sí, te juro que en algún momento yo estaré muy orgullosa de cogerte la mano y cruzar juntos la pista, como antes.